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jueves, 1 de noviembre de 2007

Bésame mucho...


El beso es el afrodisíaco definitivo. No tiene precio, excepto el de los famosos. Una fan de George Clooney pagó 260.000 euros por darle uno al actor. Siempre merecen la pena. Los labios son una de las zonas más erógenas y no hay cordialidad, afecto o pasión que no se refleje en un ósculo. Como escribió Neruda, «en un beso... sabrás todo lo que he callado».
El beso es la conducta erótica humana más importante. Es determinante para elegir o descartar a una posible pareja. Los tres sentidos que más alientan el deseo sexual, gusto, tacto y olfato, se unen en este ritual.
En París los saludos van acompañados de cuatro besos en la mejilla. Los más progres y confianzudos se dan cordiales piquitos cuando se saludan. La norma en España es que las mujeres den dos besos. En Canarias, uno. En el caso de los saludos entre los hombres es más infrecuente y se suele reservar para los parientes. Todo lo contrario a los árabes, que demuestran su amistad con besos en la mejilla. Hay para todos los afectos: apasionados, fraternales, amistosos, protocolarios y convencionales. Pero dejemos los ósculos sociales.
¡QUÉ TIERNOS! El poder de los besos radica en los labios, extremadamente sensibles y poseedores del único trozo de epidermis idéntico en hombres y mujeres que permite experimentar las mismas sensaciones a ambos. Los besos más sensuales no son aquéllos en los que participa la lengua, sino en los que se atrapa uno de los labios de la pareja, se acaricia sus comisuras y la cara. Cuando la lengua se pone en acción, el cerebro desencadena una reacción de alto voltaje. Se movilizan hasta 30 músculos faciales, los latidos del corazón pasan de 70 a 150 por minuto, se segrega una hormona llamada oxitina que propicia el orgasmo, se libera adrenalina y aumenta el nivel de glucosa en la sangre. Esta reacción automática y espontánea se traduce en purita excitación sexual.
Pero, sobre todo, los besos son una intensa forma de comunicarse. Pueden transmitir ternura, pasión, deseo, amor y lujuria y un sinfín de sentimientos que se escapan a las palabras. Los más románticos, como Bécquer, saben que «el alma que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada».

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